Me encuentro en Sevilla. Si, sí, en Sevilla. La de los faralaes, la feria de abril y las corridas. Una ciudad donde Mateo Gil rodó su exitosa película "Nadie conoce a nadie" y Jordi Mollá hacía de un malo que no veas. ¡¡Qué miedo pasé con la dichosa película!! ... Y hoy, estoy en Sevilla. Subo por un ascensor panorámico, pero lo más gracioso es que tengo vértigo. Al salir, lo de Homero fué un cómic comparado con lo mío. Unos laberínticos pasillos de moqueta roja en el suelo, con dos adornos que parecían rieles. A la derecha, las puertas se repetían en una macabra secuencia que parecía hacer aquel pasillo interminable. Y de repente dejó de oirse sonido alguno. Todo era silencio, paz, silencio. Pero ese pasillo interminable resonaba en mi cabeza como si fueran los martillos de las fraguas de Vulcano. Sin descanso, y, sin embargo, no se oía un alma. Nada. Cada vez se estrechaba más y más, como si no acabara nunca; y nunca era posible llegar al final. En ese momento me esperé rios de sangre brotando de las paredes y corriendo en cascada hacia mí para engullirme. Sé que es desagradable, pero tener la sensación de vivir esa experiencia debe ser extraordinario.
Y no sé si escribo esto porque es lo primero que se me pasa por la cabeza, o si es por que va a ser verdad que Sevilla te embruja. Y te gusta.
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