Por muchas palabras de consuelo que sermoneaba el cura, no había consuelo alguno en sus palabras. Que si la vida eterna, que si el mesías, que si la gloria, bla bla bla... y en la primera bancada de la iglesia un niño de apenas 10 años, lloraba sin consuelo la muerte de su hermano, de apenas 14. El azar quiso que mi pequeño y tocayo primo Juan Jesús perdiera la vida de una de las formas más absurdas y sin sentido, claro que una muerte casi nunca es absurda ni sin sentido.
Después, ocurrido todo, es inevitable pensar en los "y si", en las responsabilidades, y en los porqués. A los familiares nos queda el sinsabor, la melancolía, la rabia; a la madre, figura eterna del cobijo de nuestra paz, un corazón escurrido de dolor; esto es de por vida. A ese niño de 10 años, que se deshacía en lágrimas sin consuelo, la más difícil prueba de supervivencia psicológica, aprender a superar lo insuperable.
Ayer hizo un año de la pérdida, aunque se antojaba reciente, y yo, que por desgracia he visto demasiados llantos, aquel de ayer me pareció inhumanamente sincero.